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Jóvenes, rentas y demografía

Tal y como indica el título del artículo, la reflexión de Antoni Brey trata la problemática de los jóvenes, altamente cualificados y formados, de seguir una trayectoria similar a la de sus padres. Análisis sobre la precariedad laboral y sus causas.

Según las encuestas más recientes el acceso a la vivienda se ha convertido, tras la inmigración, en la segunda preocupación de los catalanes. El asunto incumbe a toda la población pero, sin duda, incide de forma más directa sobre los jóvenes, aquéllos que pretenden conseguir su primera propiedad partiendo de unos pocos ahorros y sin patrimonio previo. Se trata justamente del mismo colectivo que se ve afectado por otro fenómeno bien conocido: la precariedad salarial que a pesar de su buena formación académica muchos de ellos deben afrontar, lo que se ha dado en llamar “mileurismo”.

Pero, ¿por qué precisamente ahora, cuando nuestro país es más rico que nunca y los jóvenes están más bien preparados, les resulta tan difícil iniciar una trayectoria similar a la que siguieron sus padres? ¿No deberían ser los jóvenes los principales beneficiarios del hecho de ser en la actualidad un colectivo relativamente poco numeroso? Habrá quien responda que los objetivos de ambas generaciones no son equiparables, que hoy se aspira a disfrutar de un estilo de vida centrado en la inmediatez de un consumismo desbocado y que, claro está, todo no puede ser. Pero lo cierto es que el poder adquisitivo de los salarios de las personas que se incorporan al mercado laboral, especialmente en las profesiones más cualificadas, ha descendido significativamente y que un bien tan básico como la vivienda se ha convertido en algo casi inaccesible, aun observando escrupulosamente una austeridad de tipo monacal.

Para intentar responder a dichas preguntas es conveniente plantear la situación de la siguiente manera: los problemas actuales de los jóvenes en edad de independizarse son el reflejo de la existencia de importantes desequilibrios en la distribución de las rentas en nuestra sociedad. Y la respuesta a por qué se dan debe buscarse en una combinación de factores de tipo demográfico y económico que concentra varios efectos perniciosos sobre la misma franja de población.

El primero de ellos es el incremento constante de la esperanza de vida. En efecto, los progenitores de los jóvenes de hoy no son, ni mucho menos, ancianos. Todo lo contrario, siguen plenamente activos y desean disponer para uso propio de todo el patrimonio y los recursos que han conseguido acumular durante el largo período de crecimiento que hemos experimentado. Un caso extremo de usufructo del desequilibrio lo constituyen las prejubilaciones, un fenómeno que permite disfrutar a sus beneficiarios de un retiro dorado, pagado por todos, que en la mayoría de casos se acaba compatibilizando con una nueva actividad laboral, más o menos encubierta. Dicho de otra manera, los agraciados perciben las rentas de dos puestos de trabajo.

Otro factor a tener en cuenta es el acceso de la generación del baby boom de los sesenta, el grupo de población que en una ocasión denominé como “la Generación Fría”, a los puestos más suculentos de la sociedad. Constituyen la franja más amplia de la deformada pirámide demográfica catalana, y van a estar ahí durante mucho tiempo, ocupando los mejores empleos en la mayoría de empresas y en un sector público que ya no va a crecer mucho más. Los recién llegados tendrán que conformarse, por el momento, con ser sus aprendices o auxiliares.

El tercero: sobre los jóvenes se materializa la tan frecuentemente denunciada migración de las fuentes del valor añadido de nuestra economía hacia las actividades financieras y especulativas. Siempre tendrán a mano un empleo relacionado con el turismo, la construcción o el comercio, pero difícilmente podrán acceder a esos nuevos circuitos de generación de riqueza sobre los que se sustenta, cada vez más, la estructura económica del país.

Vinculado con lo anterior, viene a cuento la siguiente anécdota: días atrás un directivo de una importante empresa de consultoría me comentaba que les resultaba cada vez más difícil encontrar jóvenes cualificados pero que, sorprendentemente, los salarios no subían. ¿La ley de la oferta y la demanda no funciona? En realidad, él mismo respondió a la pregunta: el nuevo centro de producción desde el cual tienen previsto ofrecer sus servicios a nivel internacional lo han inaugurado en Sudamérica. Es, al fin y al cabo, pura globalización.

Si una vez analizada la situación decidimos que no es deseable, es razonable aspirar a corregirla, es decir, a remediar el desequilibrio en la distribución de rentas. Pero, ¿Cómo hacerlo? ¿Deberíamos optar por trasvasar directamente recursos a los jóvenes o bien por darles la oportunidad real de conseguirlos con su propio trabajo? ¿Son preferibles las fórmulas intervencionistas, como regalarles el primer piso, o nos convendría más confiar en las dinámicas de tipo liberal? Lo cierto es que los mecanismos habituales del estado social no operan hoy en dicho sentido, sino más bien en el contrario. Sólo es necesario echar un vistazo a la orientación actual de las políticas asistenciales. Por otro lado, sabemos que el liberalismo, como único mecanismo regulador de la economía, tiende a acrecentar las desigualdades y a acelerar los efectos de la globalización. Tal vez la solución resida una combinación sensata y acertada de ambos tipos de medidas.

Pero también cabe la posibilidad de que, en realidad, se trate de un problema sin solución, de que algo haya cambiado de forma tan irreversible que nos obligue a reformular el concepto “juventud”. Quizás no nos quede más remedio que empezar a acostumbrarnos a la idea de que esa etapa de la vida se va a prolongar hasta bien entrados los cuarenta, que las personas van a dedicar muchos más años a estudiar masters y postgrados de todo tipo, a viajar con su mochila por Europa con el popular Inter-rail mientras conviven con sus padres sin ningún tipo de conflicto generacional. A pesar de lo incómodo que nos pueda resultar, el cambio es coherente con otros que ya hemos asumido plenamente, como el de la extensión del periodo de maternidad hasta límites inconcebibles poco tiempo atrás.

Por cierto, la opinión personal sobre la bondad o inconveniencia de tales situaciones carece, en realidad, de importancia, pues forman parte de una dinámica que, a pesar de lo que nos guste creer, queda completamente fuera de nuestra capacidad de control.

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